El centro del arte mundial se traslada a Asia
Mientras Nueva York seguía discutiendo si el NFT era arte o estafa, cinco nombres asiáticos construyeron museos que parecen naves espaciales, compraron el canon occidental al peso y lo colgaron al lado de jarrones de la dinastía Song como quien emplaza un poster de Travis Scott junto a un [[LINK:TAG|||tag|||63361609ecd56e3616932010|||Warhol]]. No llegaron con maleta y reverencia, lo hicieron con arquitectos, fondos soberanos y la actitud de quien no pide sitio, lo toma. El centro del arte ya no está en las grandes capitales antes consolidadas. Ahora se encuentra en un almacén de Chiba, en un casino de Macao, en un rascacielos de [[LINK:TAG|||tag|||633614795c059a26e23f78a3|||Hong Kong]] o en un museo de Seúl que hace que el Guggenheim parezca vintage. Occidente sigue fijando precios y Asia el relato.
Game over. El centro del arte se mudó al Pacífico. Jugadores asiáticos han hecho jaque mate con museos privados y billeteras que no piden permiso. Uno de los más relevantes es Adrian Cheng. En Hong Kong, su apellido remite a una de las familias empresariales más poderosas de la región, pero lo que lo distingue de otros herederos es su visión de la infraestructura cultural. En 2009 fundó K11, un concepto combina espacios expositivos con centros comerciales de alta gama. Pero no se trata de colocar esculturas entre escaparates. Su modelo introduce el arte como una experiencia integrada en la vida urbana, sin exigir al visitante la ritualización museística tradicional. La K11 Art Foundation organiza decenas de exposiciones al año, apoya a artistas emergentes del Sudeste Asiático y colabora con instituciones occidentales. Está ensayando nuevas formas de legitimación que ya no pasan exclusivamente por museos estatales, universidades o fundaciones clásicas. En un lugar donde la identidad cultural está sometida a tensiones políticas permanentes, su proyecto se ha convertido en un actor determinante.
Otro nombre imprescindible es Joseph Lau, probablemente el coleccionista más conocido y más controvertido hongkonés. Su fortuna inmobiliaria le ha permitido construir una colección donde conviven Warhol, Gauguin y Basquiat, adquiridos en operaciones millonarias que a menudo han marcado precedentes en el mercado asiático. Pero lo interesante no es su inclinación por el blockbuster artístico, sino la capacidad que tiene para intervenir en el canon occidental desde fuera de él. Su colección funciona como un archivo personal del arte moderno internacional, pero también como una declaración de que Asia no observa desde la barrera, juega en la primera línea de decisión.
Entre neones y bacará, Macao parecía un lugar improbable para la sutileza, y sin embargo Pansy Ho ha instalado una mente seria dentro del MGM Cotai. Vestidos de corte imperial del siglo XVIII cuelgan junto a obras austeras de Lee Ufan; un frasco lunar de porcelana Qing comparte vitrina con pinturas monocromas que parecen silencio hecho visible. Nada está dispuesto para halagar la mirada turística. En cambio, la Chairman’s Collection se lee como un argumento lento y deliberado: la cultura visual china no es un preludio de la modernidad; es su inquieto colaborador. En una urbe construida sobre el azar, Ho ha apostado por la continuidad.
Tokio ofrece una excentricidad distinta. Yusaku Maezawa —antes ridiculizado como el multimillonario que compró un Basquiat para combinarlo con sus zapatillas— ha transformado un almacén en Chiba en un laboratorio privado donde un móvil de Calder gira coqueteando con fragmentos de hardware espacial soviético o una silla Eames impecable. Las jerarquías se derrumban; una pantalla del periodo Meiji y un Twombly furioso comparten el mismo oxígeno. Las compras de Maezawa no son trofeos sino instrumentos de un experimento continuo de qué ocurre cuando se le pide al arte que mantenga el ritmo de cohetes y algoritmos. Es el aficionado como científico loco, y los resultados, vistos en raras jornadas de puertas abiertas, parecen menos una muestra que un manifiesto escrito con objetos.
Seúl, por su parte, ha ejecutado la toma de posesión más disciplinada. Cuando Lee Kun-hee murió en 2020, su viuda Hong Ra-hee orquestó la mayor donación individual de la historia coreana —veintitrés mil piezas, desde jarrones de celadón hasta vitrinas de Damien Hirst— y reescribió de la noche a la mañana el balance cultural del país. El Leeum, museo privado de Samsung, ya funcionaba desde hacía dos décadas con estándares de MoMA; la donación lo transformó de reducto elitista en arteria pública. De pronto Corea poseía riqueza, infraestructura y un sistema plenamente articulado capaz de impulsar a sus propios historiadores, comisarios y obsesiones.
Estos cinco nombres no son anomalías. Son quizás más síntomas. Juntos han levantado centros donde los gobiernos vacilaron, han financiado artistas a los que el mercado antes ignoraba y adquirido obras maestras occidentales para ponerlas en diálogo con tradiciones locales que rechazan toda subordinación.