El rey del cambio, en su sitio más difícil
El 14 de mayo de 1977 hacía calor en el Palacio de la Zarzuela. Unos pocos periodistas habíamos sido convocados para un acto histórico, aunque se le quiso dar un marco estrictamente familiar. Aquel día, Don Juan de Borbón y Battenberg, tercer hijo del Rey Alfonso XIII y Victoria Eugenia, ahora tan de actualidad televisiva, renunciaba a todos sus derechos dinásticos en favor de su hijo Juan Carlos, que ya había sido proclamado Rey por las Cortes franquistas dos años antes.
Recuerdo bien aquellas emocionadas palabras del Conde de Barcelona, simbólico título que deseó llevar hasta su muerte: «Majestad, todo por España, y siempre en su sitio». En aquel acto, el Príncipe Felipe era un niño guapo y muy tímido, que lució su figura discreta junto a su madre, la Reina Doña Sofía, y sus hermanas Elena y Cristina. Tampoco olvidaré las palabras que Doña María de las Mercedes, esposa de don Juan y madre de Juan Carlos, nos confesó a los informadores allí presentes. «Hoy se cierra una etapa dolorosa entre padre e hijo», nos dijo entre lágrimas sabedora de las tensiones y desencuentros vividos por el Conde de Barcelona y su heredero Juan Carlos ante la designación de este por Franco como Sucesor a título de Rey.
Cincuenta años después conviene recordar la historia frente a tanto político iletrado y analfabeto que nos inunda. El Rey padre, Don Juan Carlos, fue un gran Jefe del Estado que contempla con estupor la ignominia de quienes se pegaban por una foto con él y ahora reniegan de su presencia. Todo reinado tiene sus luces y sombras, pero en el legado Juancarlista predominan, sin duda alguna, las primeras. Dicho esto, sabido es que en una democracia parlamentaria el Rey reina, pero no gobierna. A lo largo de estos años Felipe VI se ha enfrentado a la etapa más convulsa de un reinado borbónico.
Con un presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que interrumpió la costumbre institucional, siempre realizada por sus antecesores, de despachar todas las semanas con el Jefe del Estado en el Palacio de La Zarzuela. La soledad de no acompañarle ningún ministro a las tomas de posesión de los mandatarios iberoamericanos. Los sucesivos errores de protocolo y desplantes con el propio Sánchez. La hostilidad de los socios comunistas y separatistas de la coalición gubernamental. Y la evidente descoordinación entre Zarzuela y Moncloa, por usurpar en ocasiones el inquilino presidencial el papel que no le corresponde. Buen conocedor de este escenario, Don Felipe acometió con sabiduría su papel: tiempos nuevos para una Monarquía nueva, moderna y diferente. Su apuesta para esta renovación se ha visto en el último mensaje de Nochebuena, en una imagen arriesgada no exenta de algunas críticas. El escenario, en pie y en el Salón del Palacio Real donde Alfonso XII veló el cadáver de su «dulcísima esposa», María de las Mercedes, revela la continuidad de la Dinastía.
Desde el PP han respaldado por completo las palabras de Felipe VI, pero en privado lamentan una mayor contundencia contra los últimos escándalos de corrupción que afectan al Gobierno de Pedro Sánchez. Algo que sí hizo el Monarca en ocasiones anteriores cuando la trama Gurtel salpicaba al equipo de Mariano Rajoy. Es por ello bueno recordar que el discurso del Rey debe pasar el filtro de La Moncloa. ¿Esperaba alguien que Sánchez autorizara la más mínima mención a Begoña Gómez, al hermanísimo, al Fiscal General, Ábalos, Koldo Cerdán y Salazar?
Tengo para mí que el juego de equilibrios entre Moncloa y Zarzuela debió ser de órdago y que, una vez más, la Jefatura del Estado y sus asesores escogieron la sutil prudencia. Algo que, por cierto, el Rey no hizo ante el desafío separatista catalán y le valió un gran fervor popular y las iras rabiosas de los independentistas.
Tras la jubilación del discreto Jaime Alfonsín, casi tres décadas al servicio de don Felipe como Príncipe y como Rey, las nuevas normas en Zarzuela son claras: cercanía frente a rigidez, sencillez frente a altivez, y, sobre todo, mucha empatía con la sensibilidad ciudadana. Quienes durante muchos años hemos cubierto la información de la Casa Real sabemos la importancia de esta Institución.
Un día bien lo dijo el General Sabino Fernández Campo, inolvidable en ese puesto al servicio de Juan Carlos I: «El Rey siempre prudente, pero no silente». Su hijo lo está cumpliendo con ejemplaridad, sin sobrepasar los límites que le impone la Constitución. Pero bajo un tira y afloja enorme con un presidente que ejerce como autócrata del Estado y unos socios radicales, vergonzantes, que desean descuartizar España y, de paso, la Institución, símbolo de su unidad y permanencia, la Corona.
En cuanto a las reacciones al discurso, impecable Alberto Núñez Feijóo, produce una gran carcajada la presidenta del PSOE, Cristiana Narbona, al hacerlo suyo. Por no hablar del indigente intelectual, Gabriel Rufián, o la «Niña de la curva», con sus ojos y verbo de loba, Ione Belarra. Su rabia revela que el Rey, con rumbos de cambio, sí estuvo en su sitio.