2026, el año decisivo de la derecha
El año que viene no importa por una coyuntura electoral concreta. Importa porque llega después de un periodo prolongado en el que se ha debilitado algo más grave que una mayoría parlamentaria: la idea misma de límite en el ejercicio del poder. Cuando una sociedad acepta durante demasiado tiempo que las reglas pueden plegarse al gobernante –y no al revés–, el problema deja de ser estrictamente político y pasa a ser moral. No porque falten leyes, sino porque se ha erosionado el hábito de obedecerlas.
El sanchismo ha operado como una forma de poder emancipada de la continuidad. No gobierna desde una idea de orden, sino desde la urgencia; no concibe la estabilidad como virtud pública, sino como recurso táctico. En ese marco, los compromisos se han vuelto provisionales, las instituciones han dejado de actuar como frenos efectivos y la política se ha reducido a una cadena de decisiones que solo se justifican por su utilidad inmediata. Un sistema puede sobrevivir durante un tiempo bajo esa lógica, pero termina por consumir la confianza que lo sostiene.
Por eso, lo que planteará 2026 –con su secuencia de elecciones autonómicas– no será solo quién gobierna, sino si todavía es posible restaurar una forma de autoridad que se sepa limitada. La derecha española llega a ese año cargada de expectativas que no siempre ha sabido generar con prudencia, pero que le han sido impuestas por el deterioro acumulado del poder y por una sucesión de victorias electorales que invita a pensar en nuevas. Y aquí está el punto decisivo: 2026 debería ser el año en que la derecha aprenda, por fin, a gobernar las expectativas que ella misma ha despertado. Casi un siglo después, ya va siendo hora.
Sobre todo, porque a la derecha no se le piden entusiasmos ni épicas. Se le exige prudencia, contención y sentido de la medida. Virtudes poco vistosas para una política dominada por el gesto rápido y la gratificación instantánea, pero imprescindibles cuando lo que está en juego no es un programa, sino la forma misma del orden político. La estabilidad ha reaparecido como exigencia precisamente porque ha faltado. Y ese es el reto que deben lograr.
Cuando la norma se convierte en materia dúctil, cuando el boletín oficial deja de expresar permanencia y empieza a registrar impulsos, la ley pierde su función educativa y se degrada hasta convertirse en una simple técnica de mando. En ese punto, la arbitrariedad ya no necesita proclamarse porque se ha vuelto hábito. Restituir la previsibilidad no es un capricho conservador, sino una condición elemental para devolver a la política su carácter de servicio y al poder su conciencia de freno.
Algo semejante ha ocurrido en el ámbito económico. El lenguaje oficial del éxito ha convivido con una realidad de estancamiento vital cada vez más visible. Se ha abierto una fisura entre el discurso del poder y la experiencia concreta de la vida ordinaria. Una sociedad que empieza a medir su prosperidad por el volumen de dependencias que administra acaba renunciando, sin decirlo, a la idea de responsabilidad personal. Y ninguna comunidad política se sostiene mucho tiempo cuando sustituye la autonomía por la mera asistencia como horizonte normal.
Por ese mismo camino se ha producido el debilitamiento institucional. No ha sido una anomalía episódica, sino la consecuencia lógica de una mentalidad que concibe el poder como algo que debe prolongarse. Cuando el gobierno deja de verse a sí mismo como provisional, los contrapesos pasan a ser estorbos y no garantías. El Parlamento se empobrece, los órganos de control se someten, y el conflicto jurídico se incorpora al repertorio habitual de resistencia del Ejecutivo.
Todo puede seguir funcionando en apariencia, pero las instituciones no se mantienen por su diseño, sino por la disposición moral de quienes las dirigen.
A esta erosión se ha sumado, además, una pérdida progresiva del sentido de igualdad cívica. La pertenencia territorial ha sido utilizada como variable de negociación, debilitando la idea de un marco común de obligaciones. Una democracia no se degrada únicamente por el enfrentamiento ideológico, sino cuando los ciudadanos dejan de reconocerse sometidos a las mismas reglas. En ese momento, la ley no une; administra diferencias. Y el vínculo político, a su vez, se vuelve frágil.
Este es el horizonte con el que España entra en 2026. La gravedad del momento marca, con bastante precisión, el tipo de liderazgo que el país necesita y que la derecha tiene el deber histórico de encarnar. La relación entre los partidos que la integran solo será significativa si revela que han comprendido esta exigencia. No se trata de coincidencias ideológicas plenas, sino de una comprensión compartida de lo que no debe volver a hacerse. La madurez política se mide, sobre todo, por los límites que uno se impone cuando tiene la posibilidad de no hacerlo.
El año que viene pondrá a prueba si la derecha es capaz de ejercer el poder sin reproducir la lógica que ha criticado; y eso pasa por lograr su propia convivencia interna. Si no lo hacen, el problema no será electoral. Será histórico.