La "pax americana" (y trumpiana) se abre camino en Oriente Medio
Si Barack Obama parecía haber iniciado una retirada estratégica y paulatina de Oriente Medio y sus interminables conflictos, con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca a comienzos de 2017 se daba por hecho que el Extremo Oriente, China en el centro del mismo, sería la prioridad de la política exterior de Estados Unidos. La autosuficiencia energética y la experiencia de Irak y Afganistán aconsejaban a la Administración del magnate neoyorquino centrar sus esfuerzos en la batalla por la hegemonía con Pekín. Sin embargo, desde su primer mandato, marcado, entre otras cuestiones, por la firma de los Acuerdos de Abraham —la normalización de relaciones entre Israel y Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, a los que se adhirió Marruecos— y la voluntad de relanzar el proceso de paz entre israelíes y palestinos en torno al hoy olvidado Acuerdo del Siglo, quedaba claro el deseo de Donald Trump de dejar su impronta en la turbulenta región.
Así las cosas, tras un último mandato, el del demócrata Joe Biden, en el que la región ocupó un papel secundario en la política exterior de Washington, el primer año del segundo y postrero período presidencial de Trump vuelve a dejar clara la implicación del mandatario estadounidense en una parte del mundo que viene experimentando importantes cambios en los últimos dos años, un período que se abre con la fecha definitoria del 7 de octubre de 2023. Lejana la defensa teórica de la democracia en Oriente Medio habitual en los primeros años de Obama en la Casa Blanca —que coincidían con la ola de revueltas de la Primavera Árabe—, el proceder de Trump en los asuntos de la región ha estado guiado por la defensa del uso de la fuerza o la amenaza de su empleo —su apoyo a Israel en sus dos años de campaña bélica en Gaza y la participación estadounidense en la guerra de los 12 días de junio contra Irán como ejemplos más manifiestos— y la búsqueda de la estabilidad en aras de un nuevo orden regional construido en torno a la nueva asociación entre Israel y las monarquías del Golfo (Acuerdos de Abraham, a los que Trump espera adherir a Arabia Saudí) frente a la República Islámica de Irán y su «eje de la resistencia». En síntesis, en términos teóricos, una apuesta decidida la de Trump por el realismo frente al idealismo que en otros momentos guió a sus antecesores.
En este sentido, sin duda, el mayor logro en el ámbito exterior que puede atribuirse la actual Administración —incapaz, en cambio, de poner fin a la guerra en Ucrania— ha sido la firma a comienzos de octubre pasado del acuerdo para el alto el fuego en Gaza después de los dos años de castigo israelí a Hamás —y a la población de la Franja—, el cual ha contado con el respaldo de las principales potencias de la región y la UE. Respaldada, coordinada o apoyada directamente —como en el caso de la guerra de junio contra Irán— la ofensiva que las fuerzas armadas y la inteligencia israelí han librado simultáneamente contra Hamás en Gaza, Hizbulá en el Líbano, los hutíes en Yemen y otras milicias chiíes radicadas en Irak y Siria está provocando —los ha causado ya— cambios tectónicos en Oriente Medio.
No en vano, el otro gran logro para los intereses estadounidenses en la región ha sido el debilitamiento del régimen de los mulás y su esfera de influencia regional. En primer lugar, la citada ofensiva israelo-estadounidense liquidó la cúpula científica y militar de la Guardia Revolucionaria y procuró serios daños al programa y las instalaciones nucleares de la teocracia nacida en 1979. La respuesta iraní, neutralizada con relativa facilidad por el sistema defensivo israelí, puso de manifiesto la fragilidad del régimen. La campaña israelí emprendida en el otoño de 2024 contra su principal fuerza proxy en la región, la libanesa Hizbulá, ha neutralizado prácticamente a la organización chií, aunque Tel Aviv cree que ha aprovechado el último año para reorganizarse. En el ámbito interno, el efecto prolongado de las sanciones económicas y la mala gestión gubernamental vienen castigando en los últimos años a las clases medias y bajas iraníes, cada vez más descontentas con un régimen cuyo líder supremo ha cumplido ya los 86 años.
Una de las consecuencias del debilitamiento iraní —y de la fragilidad de Hizbulá— fue la inesperada caída de la dictadura de Bachar al Asad en Siria, de la que se cumplió un año el pasado ocho de diciembre. Un año después de la huida a Moscú del gran aliado de Teherán en las capitales árabes, Trump puede presumir de contar en el nuevo presidente sirio, el ex yihadista reconvertido en estadista Ahmed al Sharaa (antes Abú Mohamed al Golani), con un inopinado aliado en Damasco en su lucha contra el Estado Islámico. Con todo, la dureza estadounidense con el régimen no ha impedido que la Administración Trump siga tendiendo la mano a Teherán con vistas a retomar las negociaciones nucleares que la guerra de junio suspendió sine die.
Sin duda, el de consolidar la paz en la Franja será el mayor reto que Trump tendrá en el año que está a punto de estrenarse. Casi a tres meses desde la firma del acuerdo para el fin de la guerra en la Franja todo lo establecido por el plan de paz presentado por la actual Administración estadounidense está por hacer. El más inmediato de los retos es el de consolidar la paz, pues ambas partes incumplen el acuerdo: Hamás, la organización terrorista en control del territorio desde 2007, no sólo se niega a abandonar el poder en Gaza —como establece la segunda fase del plan Trump— y las armas, sino que aprovecha el impasse para reorganizarse y seguir ejerciendo su férreo dominio en las devastadas calles de las ciudades gazatíes. Lo que para Israel constituye el mejor argumento para seguir golpeando a la organización terrorista —a comienzos de diciembre asesinaba a uno de los altos mandos de Hamás, Raed Saad— y seguir cobrándose vidas en un territorio devastado en el que han muerto al menos 70.000 personas y más de 171.000 resultaron heridas.
Así las cosas, con ambas partes violando el cese el fuego, el calendario prosigue implacable su avance y las potencias de la región siguen sin ponerse de acuerdo sobre la fuerza de estabilización que deberá garantizar la seguridad de Gaza, a pesar del empeño del Comando Central de Estados Unidos (CENTCOM). Además de Indonesia, Egipto o Pakistán, Turquía —apoyo histórico de Hamás— ha manifestado su deseo de formar parte de la misma, a lo que Israel se opone firmemente. No más claro se antoja el futuro del comité tecnocrático palestino que deberá asumir la gestión cotidiana en la larga reconstrucción del territorio, y su establecimiento se ha aplazado ya hasta el año que viene. El año culmina con un Hamás en control de gran parte de Gaza e Israel ocupando otras, y una población que sigue viviendo en condiciones infrahumanas, agravadas por la lluvia y el frío invernal, y dependiendo de la ayuda internacional.
Superados los temores a una guerra total en Oriente Medio tras las hostilidades desatadas entre Israel e Irán en 2024 y la guerra de los 12 días de junio, sin duda la Administración Trump puede presumir de haber evitado la escalada y procurado un escenario de mayor estabilidad y calma en la región. Sin embargo, en un contexto de sociedades jóvenes frustradas, renovadas tensiones intercomunitarias, un Teherán herido en su orgullo, un yihadismo siempre al quite en terreno abonado y la herida abierta de Gaza —esto es, casi todos los grandes problemas por resolver—, la prudencia se antoja como la mejor consejera para manejarse en el siempre precario equilibrio regional.