AQUEL joven sudamericano erudito y esquelético, que era devoto de un solo dios –Jean Paul Sartre–, lo buscaba con ahínco de detective por las calles de París en 1964 y con la sola intención de cruzar un par de palabras con él y explicarle las implicancias de su obra en el ambiente intelectual de Buenos Aires. Sartre había sufrido amenazas y atentados a raíz del candente conflicto de Argelia, y estaba por entonces ilocalizable, pero alguien le sopló que había rentado un piso en el boulevard Raspail. El joven argentino se llamaba Juan José Sebreli , consideraba a Sartre su 'padre putativo' y no le costó mucho montar guardia en ese portal hasta que se dio cuenta de que todo era inútil; fue entonces cuando se le ocurrió caminar hasta La Coupole, que no quedaba muy lejos: a treinta metros advirtió que el filósofo de su vida salía raudamente del café en compañía de una 'amiga' y que buscaba un taxi. Era más viejo, «más bajo y más feo» de lo que imaginaba, y vestía un impermeable marrón con un cuello de piel. Sebreli vio todo como en cámara lenta, con desesperación, pero el autor de 'El ser y la nada' no le dio tiempo a un saludo siquiera; montó en un coche y desapareció por calles laterales. Su apóstol sudamericano se quedó allí unos minutos, clavado en la acera, víctima de esa burla del destino. La pequeña anécdota está manuscrita en un verdadero tesoro literario (ocho libretas y dieciséis cuadernos) que el gran interlocutor de Sebreli (el también ensayista Marcelo Gioffré) encontró en su legendario departamento de la calle Juncal hace doce meses, cuando el más rebelde de todos los pensadores argentinos murió a los 93 años. A igual que otros escritores hispanoamericanos –Vargas Llosa, Escohotado– había hecho la mili en el marxismo y con el tiempo se había convertido en un formidable gladiador de las ideas liberales. Aquel lejano viaje a París fue precedido por una rara expedición a Pekín –'turismo de izquierda'–, donde había descubierto que «la mayoría de las conquistas sociales logradas en los países capitalistas, incluido el derecho a huelga, eran inexistentes en la China maoísta». El cuaderno de París narra también su visita a 'Les Temps Modernes' y un contacto con Simone de Beauvoir, que le concede diez minutos en su casa. Una dama silenciosa le abre la puerta y lo deja solo, y allí el joven Sebreli aprovecha para inspeccionarlo todo: «Un ambiente con techo altísimo, y en un ángulo una escalera de caracol que da al piso de arriba. Por un ventanal se ven los paredones del cementerio de Montparnasse, para no olvidar que existe la vejez, la enfermedad y la muerte, o tal vez, para no verlos, a fuerza de tenerlos todo el tiempo ante sus ojos. Hay un diván tapizado de colores muy vivos: el verde y el negro resaltan sobre el blanco inmaculado de las paredes. La biblioteca es una repisa de madera blanca, no hay demasiados libros y la mayoría son nuevos, pero todo el departamento está recargado de objetos. Un sector de la pared está lleno de fotografías de ella y de Sartre. Además, hay un gran tapiz chino, un cuadro abstracto, un cartel de propaganda, una muñeca boliviana, máscaras de Ópera de Pekín, fetiches africanos y un montón de recuerdos de viajes. Desparramados por el piso cientos de discos, música para escapar de la realidad: Bach y jazz. De pronto se abre la puerta y aparece ella». Ni tan alta ni tan robusta ni «tan fea ni tan vieja» como la imaginaba: «Una mujer muy sencilla de pelo gris recogido atrás, vestida con dos piezas oscuras y un pañuelo verde al cuello, sin ningún vedetismo. Podía ser un ama de casa pequeño burguesa o una profesora o una ejecutiva». Simone y Juan José conversan acerca de Mao: ella todavía esperanzada, aunque también le asegura que apoya «la democratización del comunismo» y le habla del «nefasto papel de PC». Luego el diálogo se dulcifica y ella se emociona al descubrir que Sebreli se aloja en el mismo hotelito donde Simone y Jean Paul habían vivido durante la ocupación nazi. Se despiden para siempre con afecto. Las libretas y los cuadernos hallados por Gioffré están siendo transcriptos y sumados a una copiosa e increíble correspondencia privada que pronto formarán uno o dos libros imprescindibles. Sus discípulos y lectores más fervorosos echamos de menos a Sebreli en estos días; él nos enseñó a nadar siempre a contracorriente y a desconfiar del sentido común de cada época: dictó cátedra marxista en la clandestinidad durante la sanguinaria dictadura de Videla, luego se enfrentó con lucidez a toda la izquierda, se opuso a la guerra de Malvinas y cuestionó al peronismo, algo que todavía es una herejía en nuestro país. Aunque era el Borges del pensamiento, fue invisibilizado por todos los gobiernos y también silenciado por las universidades, donde reinan trotskistas y kirchneristas biempensantes. Juan José abominaba el hecho de que las ideologías hubiesen sido reemplazadas por los sentimientos: entendía que el único que sabía jugar bien ese deporte era el populismo, y que para llegar al poder todos tendían a volverse populistas; se transformaban así en lo que combatían. Era un defensor a ultranza de la democracia y consideraba, como un servidor, que Javier Milei no era un liberal sino un populista de derecha: no se refería al aspecto económico, sino al político, donde los libertarios argentos copian las teorías binarias y divisionistas de Laclau y Gramsci, y también sus tentaciones hegemónicas. Era filósofo, sociólogo y además crítico literario y cinéfilo empedernido. Y lucía una lengua muy filosa: una vez tuvo una discusión a los gritos en París con Mario Vargas Llosa a raíz de 'Rayuela' porque la novela de Cortázar le parecía un fiasco. Escuchaba religiosamente mi programa y leía mis relatos y mis artículos, y una vez me dio también una lección de valentía personal: fue cuando analicé largamente en mi columna su monumental ensayo 'Dios en el laberinto', donde fustigaba la concepción pobrista de Jorge Bergoglio. A media mañana de ese domingo, comenzaron a sonar en la Redacción los teléfonos: llamaban furiosos desde el Vaticano y me llegaban mensajes poco amistosos por diferentes vías. Aquel pensador iconoclasta que, pese a discrepar con Sartre nunca lo olvidó ni pudo defenestrarlo, me respondió al enterarse: «¡Qué alegría me das, Jorge! ¿Están furiosos y vienen a por nosotros? Qué gran alegría».
