Elogio a las mascotas
Es casi la medianoche de la Nochebuena y silban cachiflines, revientan bombetas, retumba el cielo, se prende la noche con luces de colores y se escucha gran algarabía. Quienes prenden y lanzan esos fuegos artificiales deben sentirse felices; en cambio, mi mascota no lo está.
Lili, como le puso mi hijo mayor hace nueve años cuando la trajimos a casa, tiembla, su corazón se escucha acelerado, su mirada de perrita chineada refleja terror ante cada estallido. Mientras tanto, mi hijo menor la abraza, le dice que no pasa nada, que él está con ella, que papá y mamá están cerca, que él la quiere mucho y no dejaría que le pasara nada.
Verlos así, chico y perrita hechos un ovillo, me pone a volar la mente para celebrar el valor en mi vida de esos seres que llamamos mascotas.
De pequeño, mi gata, que se perdía todo el día, volvía por la noche y se las arreglaba para dormirse literalmente encima de mis pies. Yo despertaba en la madrugada y sentía un bulto y sabía que era ella enroscada al final de mis piernas.
Copa, como se llamaba uno de los perros de mi abuela, me seguía a todas partes en el día de aventuras de verano de un niño que crecía en el campo, corriendo por potreros y cafetales, escalando montañas y bañándose en pozas.
Copa hasta sale a mi lado en una fotografía añeja en blanco y negro en la que calculo que yo tendría un año y medio de edad: yo aparezco sentado sobre un tablón viendo a mi padre accionar el flash de la cámara y ella sale tirada desparramada a mi lado, durmiendo la siesta a pata suelta.
Pero una de mis mascotas preferidas era un gallo sedoso, blanco y altivo que me regaló mi papá cuando cumplí 10 años. Me encantaba verlo subido en una cerca, desde donde controlaba su imperio, del cual formaban parte no solo gallinas, sino patos y palomas. Ese gallo venía si lo llamaba en mi ayuda cuando decenas de esas palomas se abalanzaban sobre el maíz que les tiraba.
Ya de adolescente, una ardilla llegó a mi patio y decidió quedarse a vivir en una pequeña casa de madera que había hecho mi padre para los pájaros. Allí llegaba para que le diera bolitas de queso, que devoraba en segundos.
Cada esfuerzo vale la pena
Recién casados, mi esposa y yo adoptamos una perrita que padecía ataques de epilepsia y nos daba unos sustos tremendos, pero cuya mirada de cariño hacía valer la pena cada esfuerzo.
Al crecer, mis dos hijos quisieron tener unos pececillos, uno de los cuales bautizado Arzú, vivió muchos años y nadie me creía cuando le contaba que yo abría la pecera y el bichito se dejaba que lo acariciara en el lomo.
Todos esos seres han brindado luz en mi vida y en la de mi familia. Me han acompañado fielmente, me han sacado risas, me han provocado lindos recuerdos, aparecen en fotos y videos de momentos especiales, y claro que he corrido con ellos a la veterinaria más de una vez.
Al perderlos he sentido su ausencia, pero siempre celebro su presencia a lo largo del camino y reconozco todo lo que les debo. Sé que sus espíritus me esperarán en un lugar especial, donde seguiremos riendo más allá del tiempo.
Regreso al hoy, cuando veo a mis hijos abrazando a Lili y diciéndole que todo estará bien. Yo sé que ella los escucha, a pesar de los bombazos afuera. Sé que ella los abrazaría igual, si fuese al revés la situación.
Por eso, me siento agradecido con aquellos que han luchado por volver más humana a la humanidad en su trato a los animales no humanos y reconozco que cualquier elogio de las mascotas se queda corto sin acciones concretas como las que esas personas han emprendido, con decisión y amor.
Confieso que nunca descifré la pregunta de Philip K. Dick de si los androides soñaban con ovejas eléctricas; pero yo sueño con fiestas de fin de año sin pirotecnia.
david.diaz@ucr.ac.cr
David Díaz Arias es profesor catedrático de la Escuela de Historia de la Universidad de Costa Rica (UCR).