Sueños y evidencias para inaugurar la temporada del Real
Entre las virtudes que acompañan al Teatro Real está el esfuerzo por reinventarse . Indagar, proponer, con originalidad o reinterpretando ideas ajenas. Tratar de sorprender y hacerlo, a veces, con un simple gesto. Destaca ahora el que ha convertido la inauguración de la nueva temporada, la misma que el teatro anuncia sin pudor como 'una de las más creativas de la última década', en algo especial. No es música, pero suena estupendamente; nada cuenta, pero propone cosas admirables. El 'Cielo' que Jaume Plensa ha colocado en la cúpula de la sala es una gran ventana de diecisiete metros de diámetro. Una escena transparente que invita a volar y a fantasear . A suponer que hay algo más allá, ajeno a la estulticia cotidiana. Como los cielos de Tiepolo, o mejor aún, como los oníricos de Magritte, la instalación de Plensa es capaz de convertir la mirada intrigante en algo infinito. En la función de anoche, mirar el 'Cielo' fue un ademán necesario. La instalación asomó en la sala poco después de que sonara el himno nacional con el que se recibió a los Reyes que presidieron la representación. Antes de que más abajo, en el escenario se instalara el infierno que Paco Azorín ha inventado para 'Medea'. Un tanto oportunista y panfletario en su deseo por convertir la obra en un alegato contra la muerte infantil, una apuesta por lo juicioso . Es decir, reduciendo el mito y sus infinitas proyecciones a la anécdota final. Y para que quede claro, mata una y otra vez, en la prolepsis inicial, por acción desdoblada, y de inmediato. Y además lo explica con pancartas. Es una pena recurrir a la obviedad y renunciar al talento teatral, que también lo hay en escenas bien dibujadas. La suma es decorativa y espectacular por la escenografía, oscura para que sea evidente y fuera de un tiempo para que se procure lo universal. Fácil. 'Medea' triunfó anoche por acción de un reparto armado y una propuesta musical muy rigurosa, con Ivor Bolton en el podio en una noche de entrega y dirección. Con el coro titular cantando con determinación. Por eso, el final del primer acto, con el dúo de los protagonistas, tuvo intensidad, una vez salvada «Dei tuoi figli» que Maria Agresta cantó con rotunda musicalidad. El aria «asesina», según denominación de Maria Callas a quien se dedican las once representaciones en su centenario. Una sombra siempre acuciante que en este caso se vence con una adecuada caracterización general. Incluso para Enea Scala cuyo Jasón es brillante, aunque irregular, poco fino en el apoyo. Como marmóreo e inescrutable es el Creonte de Jongmin Park; formidablemente musical la frágil Dirce de Sara Blanch, que levantó aplausos en su primera aparición, y amablemente modesta la Neris de Nancy Fabiola Herrera. Todos ellos, que juntos forman el primer reparto anunciado, se mueven por el escenario sin forzar la actuación, conduciéndose con seguridad por el relato y la partitura, aquella que en su día redondeó estupendamente Alan Curtis cuando reinventó los recitativos. El trabajo es una demostración de conocimiento del medio y de síntesis . De humildad ante la ópera compuesta por Cherubini. Quizá porque el talento surge con especial agrado desde la sencillez y no tanto del usufructo. Aquí es el cielo y la tierra. Los lugares que visita el Teatro Real: con lo inmenso, lo eterno y lo inabarcable en lo alto; con lo más obvio y elemental sobre el terreno. A la postre construyendo algo tibio.