De la masturbación a la culpa extrema: soy adicto al porno
“Quiero seguir siendo un buen padre”. La frase de nuestro protagonista anónimo, adicto a la pornografía e inmiscuido en pleno proceso de divorcio con su esposa, cae como una losa. Lejos quedan las jornadas de ordenador y Kleenex por disfrute: ahora se ha convertido en una tortura. Esta adicción lleva consigo un silencio infame: él lleva sufriéndola en silencio desde la mayoría de edad; hoy tiene cerca de 40. Casi nadie habla de su problema, pero el mono de quien desea devorar este contenido y no puede es tan extremo como los más angustiosos síndromes de abstinencia. Más de 20 años con una carga encima que ya no quiere soportar.
Además, no es tan común como parece y, en cualquier caso, la vergüenza siempre hace acto de presencia. Su unidad familiar comienza a resquebrajarse y, si acaba perdiendo a una, no quiere hacerlo con la otra. Pero no es tarde si el motivo merece la pena, en este caso, una cría pequeña que no sabe lo que ocurre con papá. Un punto de inflexión con nombre y apellidos por el que no se va a rendir.
Sus palabras tenues se escuchan más que cualquier grito de auxilio. En cierto sentido, se pueden entender como tal: “No soy feliz. No sé si realmente sepa ser feliz”. “Hace 10 años me dije a mí mismo: ‘Tengo un problema’. Pero... Di el paso de tratarme hace tres meses. No pides ayuda hasta que no tocas fondo”. “Ninguna de mis amistades más cercanas saben que estoy aquí. Familiares, sólo uno”. “Porque se ha desmoronado mi matrimonio, que si no, me hubiese tirado otros 10 años igual”. “No quiero una doble vida, ni avergonzarme de mí mismo. No quiero tener que estar mintiendo a la gente, mintiéndome a mí mismo, que es lo peor”. “Quiero dejar de cargar con... Quiero cargar con mis propias responsabilidades y despojarme de las que no me corresponden”.
El origen: toca remontarse a la adolescencia que ya casi roza la adultez. 18 años, salir con los amigos, intentar ligar, no hacerlo, llegar a casa, descargar esa testosterona acumulada, fin. Entonces “decides saltarte todos los puntos para quedarte solo con el último”. Poco a poco y, lo que es peor, casi sin darse cuenta, el sexo comenzó a ser más un problema que una solución: “Empezó a ser complicado cuando casi prefería quedarme en casa viendo porno que salir a ver a mis amigos. Empecé a desarrollar una relación no saludable con la pornografía y con el sexo en general. Me he refugiado en mi burbuja y no he querido salir hasta ahora”.
La situación se fue prolongando durante años y años. Atrás quedan muchas personas, muchas experiencias, mucha felicidad, si es que un día la hubo. Empezó a buscar una solución que no llegaba. Lo que más costó no fue el hecho de encontrarla, sino tratar de alcanzarla: “Son diez años de negación. Es decir: ‘Creo que tengo este problema’, pero lo exteriorizas; ‘Es la crisis’, ‘He perdido el trabajo’, etc. Cualquier cosa menos mirar hacia dentro”. Y una vez crees que puedes, que quieres y que das el paso, en su caso, más trabas: “He ido a sexólicos anónimos, no me identifiqué nada con ese grupo. He buscado literatura en Internet; tampoco me convenció. Los grupos liderados por no profesionales no me gustaron... Hasta que vine aquí”.
“Aquí” es DeLuna, un centro de desintoxicación ubicado en Madrid. Quien lo regenta es Delia Rodríguez, que también es psicóloga y trata a pacientes con adicciones. Ella explica que “una adicción es un proceso multifactorial, donde intervienen factores biológicos, psicológicos y sociales” y donde, además, se activa el “sistema de recompensa, que son mecanismos que se producen en el encéfalo y que ayudan a que se produzcan asociaciones entre situaciones concretas y reacciones placenteras. Es un aprendizaje: el individuo tenderá a buscar esas sensaciones que logren reacciones de placer”.
Nuestro protagonista necesitó el detonante conyugal para decir ‘basta’. El círculo más cercano del adicto es clave. Imaginen: si hay 1000 adictos, “esa cifra multiplicada por 5 son todos aquellos afectados que se ven salpicados por el trastorno patológico”. Familia, amigos, pareja, compañeros. Eso dice José Luis Martínez, intervencionista familiar, una figura inédita en España; él es pionero en mediar con las familias para tratar de corregir la conducta del afectado. Define una intervención como “ayudar a una familia a romper el muro de la negación del adicto a través del diálogo” y dice que “cada miembro de la familia equivale a 5 profesionales: si ellos entienden la enfermedad y saben cómo actuar, tienen mucho más poder que cualquier profesional”. La manera en la que explica su función es simple a la par que efectiva: “Yo siempre digo una cosa: es más fácil que un adicto me convenza a mí de que me vaya a consumir con él a que él venga a tratamiento conmigo. Por tanto, yo lo que hago es psicoeducar a la familia. Reúno a un grupo de familias en torno a la persona que sé que le pueden ayudar a eliminar el bloqueo y trabajo con ellos”.
Los datos de Dale una Vuelta no son muy alentadores; los 11 años es la edad media para iniciarse en el consumo de pornografía; 1 de cada 10 consumidores no ha cumplido ni la década de edad; el 96% de los hombres afirman haberlo consumido durante los años de adolescencia por el 63% de las mujeres. Internet no ha hecho más que accesibilizar más aún el acceso a esto: una de cada cinco búsquedas desde dispositivo móvil está relacionada con el concepto; 348 vídeos son reproducidos de media por usuario a lo largo del año; y alrededor de 68 millones de búsquedas diarias son de porno.
Nuestro protagonista ha llegado a poder consumir 5 ó 6 horas de pornografía en un día, aunque no haya sido la norma; ha gastado dinero, no mucho, pero algo sí, en aspectos relacionados con el sexo (“Ojalá haber metido todo ese dinero en acciones de Amazon”, dice entre risas); ha reproducido vídeos en el trabajo o en el transporte público, a riesgo de que le pillaran. Hace tres meses entró a rehabilitación con una “depresión profunda”, pero hace diez años ni siquiera hubiera conjugado el verbo “entrar”. Ahora es diferente: “Quiero estar bien que lo que me queda de vida, ser honesto y transparente. No tengo fuerza para mantener esa doble vida. Necesito soltar este peso”. Quiere quitárselo para poder luego jugar con su hija. Para poder verla crecer. Para seguir siendo un buen padre.