¿Por qué Eugeni de Diego no es millonario?
Ayer almorcé en Lombo, el nuevo restaurante de Eugeni de Diego. En las pocas semanas que lleva abierto he faltado muy pocos días. Me gusta Eugeni. Me interesa siempre lo que hace. Ayer me dio un mítico san jacobo de pollo, que recién acababa de inventarse. No hay nada en el mundo que me pueda gustar más y aquel destacaba entre todos los que he comido. Es muy difícil hacer algo perfecto, y si es aparentemente sencillo, todavía más. Lo más difícil, Cruyff lo decía, es hacer lo fácil bien hecho. La pasta, en su cocción exacta, el 'vitello tonnato', y por supuesto los 'bikinis' de porqueta son otros aciertos brillantísimos de la casa. No es la primera vez que Eugeni me sorprende con algo extraordinario. En A Pluma elevo el pollo a categoría artística y en Tamae, junto a Albert Raurich, ha llevado el 'street food' a un nivel que hasta que ellos llegaron era territorio desconocido. Podría deshacerme en idénticos elogios de Albert Raurich, Albert Adrià, Oriol Castro, Mateu Casañas, Eduard Xatruch, Rafa Peña o Paco Méndez. Cada uno en su nivel, en su personalidad, han demostrado tener un prodigioso talento. Un talento que no existe en ningún otro lugar del mundo, y que tan concentrado en un lugar y un tiempo no habíamos conocido en ningún otro momento de la Historia. Ni en la cocina ni en ninguna otra disciplina creativa. Por ello es tan importante la pregunta del título. ¿Por qué estos altísimos cocineros no son ricos? ¿Por qué no son millonarios? El talento es lo que más se paga. Hay cocineros -y demás artistas- que no pueden ni soñar con el talento de estos señores y que ganan auténticas fortunas. ¿Por qué mis queridos chefs continúan siendo pobres como ratas (y como yo)? La única posible respuesta es que estos cocineros no están interesados en el dinero, que les da asco porque son anarquistas o que en cualquier caso no les importa lo más mínimo. Esta respuesta tiene un solo problema: que es mentira. Ni son anarquistas ni desprecian el dinero. De hecho, cuando dan entrevistas todos se quejan a su manera de los pocos beneficios e inventan culpables imaginarios: los precios de los productos, la inflación, la guerra de Rusia, lo que está dispuesto a gastar el cliente medio en Barcelona, las decisiones políticas y tantas y tantas excusas. Y tantas y tantas mentiras. Entonces quiero haceros yo otra vez la pregunta, dando mi cara y firma, aunque sea a riesgo de que me retiréis vuestra vieja amistad, que tanto aprecio. ¿Por qué no sois millonarios? ¿Por qué no sois capaces de convertir en negocio vuestro genio? Yo tengo la respuesta y vosotros la sabéis tan bien como yo. Porque no sois inteligentes. Porque no os centráis en lo que sabéis hacer y queréis abarcarlo todo pese a vuestros repetidos y sonadísimos fracasos. Sois pobres porque sois tontos. Y porque no os queréis dejar ayudar. No sabéis distinguir a un buen empresario de verdad de los aficionados que -seguro que sin mala fe, aunque yo no lo daría tan por asegurado, pero bueno- enredan vuestra torpeza con la suya, como si a tanta incompetencia le hiciera falta alguna añadidura. Ser muy bueno, ser un genio, tener talento en una sola cosa es muy difícil. Es casi imposible. Muy pocas personas son agraciadas con este don. De ahí lo singularísimo de vuestra aportación. Pretender encima tener dos talentos, el de gran cocinero y el de gran empresario, es imposible. Ser un gran empresario es el talento más delicado, el que con más abismos limita, porque es el que más detalles tiene que contemplar, y de la más diversa índole. Y tanto en Hoja Santa como en Tickets, en A Pluma, en Disfrutar o en Gresca habéis podido comprobar cómo vuestros resultados económicos fueron o son lo contrario -por decir lo menos- de vuestra calidad y vuestro talento. Y en lugar de pensar qué problema tenéis y por qué os pasa exactamente lo mismo una y otra vez, culpáis a vuestros socios, a la ciudad, al público o a las normativas entre otros enemigos imaginarios. Es cierto que unos os quejáis más que otros. Pero también lo es que todos os acabáis conformando con vuestra pobre economía como si se tratara de un destino irreversible. Cuando se os trata de ayudar, desconfiáis; y cuando tomáis una decisión empresarial es la más equivocada posible. Sois el espejo puesto al revés de la prosperidad. No me digáis que no os importa el dinero, porque es mentira. Claro que os importa, como nos importa a todos. Necesitamos el dinero para pagar lo que nos gusta, por la autoestima -fundamental- de haberlo ganado, y para poder crear en paz en lugar de malgastar vuestro precioso tiempo tratando de hacer otras cosas en las que no sois particularmente buenos para estúpidamente tratar de ganar el dinero que no ganáis en lo que sois los mejores. ¿No os dais cuenta de que no tiene ningún sentido? ¿No os da pena y rabia desaprovechar este don tan maravilloso con el que habéis sido ofrendados? Tenéis más responsabilidad que los demás. Si no lo hacéis por orgullo, hacedlo por miedo, porque cuando vuestro tiempo pase y llegue el momento de rendir cuentas, seréis juzgados en relación al talento que se os ofreció. Alguien os va a preguntar qué hicisteis con él, y no va a ser de su agrado que le presentéis vuestros actuales números rojos. Hay una clamorosa dejadez en la alta cocina barcelonesa. Sois los mejores chefs del mundo. Pese a la terrible alcaldesa, vivís y trabajáis en una de las ciudades más agradables de la Tierra, indiscutible destino turístico. Y no sólo no sois millonarios sino que la mayoría perdéis dinero, o ganáis sueldos de operario medio, que no es lo mismo pero es igual. Yo no podría ser el director de ABC ni mucho menos el editor de Vocento. A mí Dios me dio para escribir artículos, ni siquiera novelas. Habría preferido la poesía, pero lo intenté de joven y tuve que aceptar que no era mi camino. Sin negocio, sin empresa, el talento se desvanece, se pudre, se termina. Derrochar el talento tal vez no sea delito, pero es pecado; y lo grave, y lo insultante, no es que seáis tontos, sino que sois unos arrogantes, porque habéis fracasado en suficientes negocios para que hasta el más profundo de los gilipollas se haya dado cuenta de que algo en él no funciona. Sabéis que no sabéis y preferís insistir en la miseria a confiar en personas más inteligentes que están dispuestas a haceros ricos y dejaros trabajar en paz. Tenemos un deber con nuestros hijos, y los que no tenéis, con las generaciones que han de venir. Tenéis un deber, una deuda con la ofrenda que se os hizo. No tiene ningún sentido vuestra cruel guerra contra vosotros mismos. Ni Barcelona, ni el mundo ni yo os hemos hecho nada para que os empeñéis en robarnos el futuro de este modo tan absurdo. Lombo es por cierto extraordinario: corran, vayan enseguida, mientras aún estén a tiempo, porque A Pluma ya no es de Eugeni.