Alberto Garrido: “Un escritor que no cuestiona está liquidado”
MIAMI, Estados Unidos. – Alberto Garrido es uno de los escritores más respetados de su generación, en la que se encuentran Amir Valle, Ángel Santiesteban Prats y otros autores que afloraron a la creación después de 1959.
Se esperaba de ellos lealtad al totalitarismo, pero nada de eso ocurrió. El “hombre nuevo” que debían ser se reveló y corrió hacia la oposición política, a una escritura confrontativa y a un estilo de vida que difería de la moral socialista.
En los poemas y relatos de Garrido, hoy exiliado en República Dominicana, se puede ver la transición, especialmente cuando abrazó la fe que los ideólogos marxistas creían estaba destinada a morir.
Cuba es hoy uno de los 50 países donde más se persigue al cristianismo, según la ONG Open Doors. Sobre la intersección entre libertad religiosa y creativa conversamos con Garrido en exclusiva para CubaNet. Generoso, decidió compartir a través de este diario un fragmento de su novela inédita La fe y los condenados.
―¿Cuándo comenzaste a escribir? ¿Qué género te atrajo?
―Mi primer texto fue un fallido ejercicio de amor por mi madre, impulsado por una maestra extraordinaria de cuarto grado llamada Cari. De ese texto solo quedan un par de versos en mi memoria (que jamás diré en público) y la amistad recobrada con mi maestra, quien con sus 88 años todavía me lee desde Miami. A ella mi gratitud.
Sin embargo, la poesía no me atraía de niño (al menos la poesía de los libros de texto, infernalmente patriótica y de escasos valores). Me gustaban las historias, fueran reales o ficticias, realistas o fantásticas. Siempre recuerdo de aquellos tiempos la historia del salmón, nadando contra la corriente, río arriba, para poder perpetuarse. Una doble metáfora del hombre que soy: el escritor, el cristiano.
―¿Viviste alguna experiencia discriminatoria por tu fe en Jesús desde tu conversión en 1995?
―En menor o mayor grado a nivel familiar, social, en el gremio… creo que no comprendían el terremoto interior que estaba experimentando. En el gremio dijeron que me había perdido para la literatura. Lo gracioso es que más del tercio de mi obra fue escrita después de mi encuentro con Cristo. En lo social, se quejaban de que estaba haciendo proselitismo religioso, porque les contaba a todos lo que me había ocurrido.
Recuerdo que cuando gané el Premio Casa de las Américas, el primer secretario del Partido Comunista de Cuba (PCC) en Las Tunas se retorcía y traqueaba las manos al verme darle las gracias a Dios por el premio. Pero fue Su gracia, porque grandes amigos de mi generación y excelentes escritores de otras generaciones sin duda debieron enviar buenos libros ese año.
Como escritor siempre estuve bajo vigilancia, como misionero también. Recuerdo que un hermano vino un día a mí llorando porque él había ido a la iglesia para observar si hablábamos contra el Gobierno. Después de un tiempo, había tenido un encuentro real con Cristo y se sentía culpable. Lo abracé y le aconsejé que les dijera que allí solo exaltábamos un nombre: el de Cristo, ante el cual todos los reinos de este mundo un día se pondrán de rodillas.
En Las Margaritas fundamos la iglesia El Shaddai, un movimiento independiente evangélico, en Las Tunas. En 2003 o 2004 nos destruyeron el templo. Pero ya eso no debería verse como discriminación, sino como un crimen contra la libertad de pensamiento y de culto. Lo construimos con el esfuerzo y las ofrendas de cada hermano de la congregación, sin ayuda de ministerios extranjeros. Para que no molestara a ningún vecino caprichoso, lo hicimos en medio de un bosque de plátanos, al que se entraba por un largo caminito sembrado de flores.
Levantamos columnas y le pusimos un techo. Y entonces vinieron como hijos del diablo, que es el que quiere matar, hurtar y destruir. Días atrás habían ido con todo contra una iglesia evangélica en la ciudad, en la zona de Buena Vista, casi junto a las líneas del ferrocarril. Esa iglesia la pastoreaba el hermano Mayín Jorge, que ahora está en el movimiento apostólico.
Contra su iglesia fueron antes de que amaneciera. No tenían techo sino unas lonas y las quemaron con antorchas. Rompieron la puerta del cuartico de los instrumentos y se lo llevaron todo: piano, guitarras, bajo, batería, panderos, hasta la ofrenda del último culto. También se llevaron los bancos y los pusieron en las clínicas de la zona. De manera que protestar parecería un crimen. Alguien nos advirtió que nos harían lo mismo.
Cuando llegaron, todos los bancos estaban ocultos en casas de hermanos fieles. Nos quedamos sin techo y sin paredes, pero no pudieron robarnos los bancos, que habíamos hecho con nuestras propias manos. Nos reunimos en el patio de un hermano. Y la iglesia creció en medio de la oposición y vimos sus milagros en medio nuestro. Hoy es una iglesia bajo la Convención Bautista Oriental y ha parido varias misiones.
―¿La literatura que hacías cambió? ¿Cómo?
―Por supuesto. Mi cosmovisión ha cambiado con respecto al propósito y destino del hombre.
Tengo más luz para denunciar las injusticias, para señalarle al hombre lo que es y amontonar su risa y su miseria ante la puerta. Soy más humano, veo las complejidades de nuestro corazón, que es tan engañoso en tantas cosas. Me decepciona menos lo que no alcanzo y la ingratitud que pueda venir de gente que admiro o que amo. Y, sobre todo, he escrito más de 1.500 páginas de ensayo como un testimonio de mi gratitud por el que me salvó.
―La idea de que el cristiano no se debe meter en política o tocar temas sociales, ¿qué opinión te merece?
―El Señor llama bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia. Yo sé que el gobierno perfecto se establecerá solo cuando Cristo regrese, y que las derechas e izquierdas pertenecen al sistema del mundo, a poderes tenebrosos.
No tengo que ser un fervoroso acólito de un partido político, de los cuales desconfío, para levantar mi voz contra cualquier crimen contra la libertad que disminuya a un ser humano. Si Nehemías no se hubiera quejado ante el rey persa de la situación de los muros de su nación, ¿hubieran regresado para reconstruirla? Si Wilberforce, en el siglo XVIII, no hubiera denunciado la trata de esclavos en el parlamento inglés, ¿todo no hubiera seguido igual? Por eso he firmado cartas (una de ellas junto a tu firma) y he hecho comentarios y denuncias, aunque sé que los que deben leerlo jamás lo harán.
Pero cada injusticia que vemos y callamos nos hace cómplices de esos poderes. Jesús denominó a Herodes “esa zorra”. No calló ante los fariseos y saduceos, que eran dos partidos políticos que se habían alejado 180 grados del corazón de Dios para defender sus intereses políticos. Les dijo hipócritas y sepulcros blanqueados.
La política, como dijo alguien, es la forma de ejercer la mentira y la violencia. El creyente es un animal civil, en el sentido de que debe tener una actitud cívica, ser un buen ciudadano, obedecer las leyes siempre que no se opongan a Dios y denunciar el mal. Pero, debo decírtelo, no solo me preocupa el silencio de algunos, sino el enorme apego político que tienen muchos, las idolatrías tan espantosas que expresan.
―¿Has abordado desde tu obra problemáticas de la sociedad cubana contemporánea?
―Sí, aunque nunca he pretendido ser la conciencia crítica de ese país mío que ya no existe sino en mi memoria. Pero un escritor que no cuestiona, que no se hace preguntas (y la literatura es acto de perpetua interrogación) está liquidado.
Tal vez sea porque la historia del salmón gravite en mí, porque nadar corriente arriba implique confrontar, enfrentarse a los demonios que están fuera de la literatura cubana, en sus calles, en los muros arruinados, en la desesperación de un país que se muere.
En cada uno de mis libros está ese grito de horror: en el alarido contra la guerra (fui el primero que escribió contra ella en Cuba, en mis primeros cuentos de 1983), en la anomia de los que se iban quedando a solas (El círculo de los infieles, Relato de hombre al margen), en el abordaje de la escisión familiar y el exilio (Todas las hambres), en los poemas que recogen las voces de la gente de mi barrio (Una casa llamada Sueño), en la dicotomía entre el arte y la muerte (El brazo y el lienzo, El héroe).
En ese sentido, me gustaría compartir con los lectores de CubaNet unos párrafos de mi novela inédita: La fe y los condenados.
Jacobo estaba dispuesto a podrirse, aspiraba el agrio olor de los años que vendrían. Aún podía comprobar que tenía un cuerpo, una cara de pómulos hundidos, una boca sin risa, una serenidad ciega. De nada le servía aspirarse, sorberse en la irritable soledad, inventarse cigarros que no fumaba, una luz goyesca que lo apartara de la tiniebla y le inyectara una nueva dosis de agresividad sobre el cansancio. Quería un ruido, una gota de alcohol, una mujer, una cama decente, un juego de béisbol donde los fanáticos discutieran a gritos, cosas que jamás le habían interesado. Si alguna mano le hubiera facilitado un espejo habría gritado. No habría visto al hombre de 21 años que gustaba de leer documentos de la historia de Cuba, con sus espejuelos cuadrados de miope, sino a un viejo espantoso de barba agresiva, pecho hundido y ojos de loco. La oscuridad de la celda lo había obligado a abrir desmesuradamente los párpados, y ese gesto persistiría en los años que aún le quedaban por cumplir.
Había escrito unas páginas en las que intentaba demostrar que las promesas declaradas por el entonces imberbe abogado Fidel Castro, cuando el juicio del Moncada, no se habían cumplido. Escribir cualquier cosa contra el presidente no solo era imperdonable, sino una estupidez. Pero, además, proponía románticamente una serie de cambios constitucionales. Lo peor era que ni siquiera pensaba enviarlo a un sitio determinado, ni jugar con la política, la quinta columna, el apoyo exterior o asumir un papel martirológico.
Una tranquila mañana, bajo un cielo espléndido, dos oficiales tocaron a su puerta, fueron a su cuarto, buscaron directamente detrás de los discos y sacaron el manuscrito. Agarraron a Jacobo, semidesnudo, de los pies y las manos, y lo lanzaron al asiento trasero de un automóvil. El auto tomó por el Malecón y pudo ver a los pescadores moviendo sus cañas improvisadas, a los bañistas que se resignaban a los riscos de la costa, a las muchachas semidesnudas dorándose lánguidamente sobre el muro. En los primeros meses Jacobo usaría esta última imagen para flagelarse con furia el sexo, pero tiempo después la imagen fue apagándose, haciéndose odiosa y miserable como los muros de la cárcel.
No respondió frente al bombillo ninguna de las preguntas del interrogatorio, concentrado en el crujir de las botas que se movían en círculos. Le recordaban el sonido de una yunta de bueyes arando un campo. Cuando el crujir se detuvo tras su silla supo que el único buey que desfilaba hacia su propio matadero era él, con una acusación de propaganda subversiva, actividades contrarrevolucionarias y traición a la patria. Creyó que lo golpearían por la espalda por no hablar. No lo hicieron. Lo levantaron de la silla y se dio cuenta de que su interrogador era tan joven como él. ¿Qué derecho tienes tú a juzgarme?, dijo mientras lo sacaban del cuarto. En ese momento, supo que lo condenarían por muchos años y que podría soportarlo todo.
Era de noche cuando lo introdujeron en un agujero negro y cerraron la puerta metálica. Algo enorme, baboso y peludo se le tiró violentamente contra sus piernas y él comenzó a gritar, vomitando un ataque de histeria, la cobardía que no había aflorado durante el interrogatorio. Oyó risitas afuera. Supo que era un perro, aunque no le ladraba, mientras sentía que le roían sin resultados las piernas. Lo empujó con los pies y lo escuchó gruñir, convertido en dos puntos brillantes, agazapado en el pobre espacio libre. Aquel gruñido significaba miedo. Allí estaban, perro y hombre, atacándose, golpeándose, envilecidos por el terror, condenados a la misma espera y desánimo.
En el juicio pareció comprenderlo todo. Se esgrimió el manojo de cuartillas. Se leyeron fragmentos que el fiscal consideró determinantes y se pidieron penas de 15 años de privación de libertad por propaganda subversiva, y 10 por desorden público. Jacobo se puso de pie. No pensaba en su condena, ni en su juventud, ni en sus padres, la carrera, su estupidez o la libertad. Habló sin sentir el murmullo que se fue convirtiendo en vocerío, turba que clamaba. No hablaba él, hablaba su rencor, su asco contra el género humano, poseído por la convicción de que todo lo que había escrito era rigurosamente cierto, aceptando con los dientes apretados, los ojos sarcásticos y el rostro ardiente cualquier condena, levantado sobre las voces que lo mandaban a callar y sobre los golpes del mazo que pedía orden en la sala.
Los padres de Jacobo eran prácticamente ancianos en este momento de la historia. Parecían hermanos: pequeños, calmosos, frágiles, de narices ñatas y ojos color miel. Asistieron juntos al juicio con lágrimas en los ojos. No podían creer que su hijo hubiera escrito contra el presidente toda esa diatriba que el fiscal leía con desdeñosamente, pero tampoco podían comprender que fuera juzgara como un asesino. Cuando se dictó la sentencia sintieron que algo frío y terrible les bañaba el corazón. La madre empezó a pedirle a la Virgen, pero de pronto un agudo dolor de migraña la hizo callar. Le parecía que en su cabeza martillaban voces, las lenguas africanas cantando a su diosa, atormentando a Raquel.
Después, cuando supieron la condena, volvieron a la rutina. El padre siguió visitando su logia, jugando al dominó y leyendo el periódico cada tarde en un balance junto al portal. La madre tomaba la lancha de Regla todos los fines de semana y participaba de la misa, pidiendo por la libertad de Jacobo, hincada de rodillas ante la imagen.
Casi un año después una vecina la llamó a gritos. La madre salió al portal. En el balance, el padre había echado la cabeza hacia un lado y sus ojos parecían perderse por el camino por donde siempre venía su hijo. El periódico se le había caído y allí en el piso, en primera plana, la imagen del presidente les saludaba con una mano.
Fragmento de ‘La fe y los condenados’, novela inédita de Alberto Garrido.
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